Correr la Joya en Huélamo, por un camino de cabras y con los pies descalzos y en ropas menores, es algo que la gente lleva muy adentro porque, la tradición, así lo manda aunque, después de los años cincuenta o sesenta, que se corría en calzoncillos, los corredores tienen la libertad de hacerlo así o en pantalón de deporte. Eso sí, hay que correrla descalzo –nada de zapatillas- y, al llegar, besar la bandera si no quieres que te descalifiquen.
La historia de esta carrera, la Joya, procede de una vieja leyenda. Una de esas que se cuentan desde toda la vida sobre todo cuando llega noviembre, mes de los muertos. El típico mozo valiente que es capaz de ir al cementerio, a media noche, a velar a un cadáver en el depósito y le gastan la broma de agarrarlo, o de aquél otro al que le cambian al muerto por uno vivo y, estando ya de velatorio, de repente le habla.
Corriendo descalzos por un camino de cabras
La historia del Hombre de la Capa, la contaba muy bien Emiliano Chico Jiménez al que entrevisté hace treinta y seis años en el bar de Zaballos, en Huélamo, en donde echaba la partida de cartas llevando, por compañero, a Mariano Gómez Merchante. Y es que, en Huélamo, todo el mundo conoce esta historia que, en su día, recopiló María Luisa Vallejo con la cruz de piedra en las Angustias. La del mozo viejo que al ser el último del pueblo que se acostaba, se encontró con un hombre de capa negra que le pidió que le enseñara el camino de Tragacete y que, al tiempo, le acompañara durante un tramo.
En ese trayecto, el mozo vio cosas extrañas que le causaron temor: los zapatos del hombre eran como pezuñas de borrego y, cuando soplaba el viento, se veían llamaradas debajo de la capa.
El mozo, temiéndose lo peor, le pidió permiso para hacer sus necesidades al otro lado del camino pero quedó advertido por el hombre de la capa que le dijo “cuando dé tres palmadas tendrás que estar aquí”.
El mozo corrió lo que pudo. Arrancó desde lo que se conoce como Montón de Tierra escuchando la segunda palmada en la iglesia y, la tercera, prácticamente en el interior de su casa porque apenas le dio tiempo de cerrarla cuando, el hombre de la capa, estampaba su mano de fuego en la madera dejando su huella como si de un pirograbado se tratara. Se escuchó un bufido y la voz que dijo: “de buena te has librado, Juan Merchante”.