Todo aquel que tenga a bien leer estas lineas podría pensar que éstas no son sino la continuación de una especie de apología hacia un autor del que ya escribí y al que no tengo el gusto de conocer, al menos personalmente.
Nada más lejos de ello. Sin embargo si que me ha convidado a teclear sobre el tema del que tal autor – Eloy M. Cebrian – escribió hace unos años y que, como ya comenté, yo desconocía en su totalidad. Las malas costumbres siempre me llevan a escudriñar toda la obra de cualquier autor que, por lo que fuere, llega a impactarme, sea para bien o mal.
Aquí, sentado – esclafado mejor- en mi sofá favorito, y después de la lectura de tal novela y la desesperante sensación de calor que me regala este agosto – como el anterior…no desorbitemos más, que ya está bien de tanto tópico repetido a más no poder – me dispongo a teclear .
De ahí lo de “Sol”, “tórrido” y “agosto” del título, parafraseando quizá el de tal última lectura: «Bajo la fría luz de octubre» del anteriormente citado autor.
Con extremada maestría literaria, me ha dejado un sabor agridulce la novela. Tan solo porque , durante en unas horas (se lee de corrido) me ha transportado a la infancia más lejana, a mi casa, a mis padres. Y a unos recuerdos que apenas recordaba.
Uno, como usted probablemente, es persona de la posguerra civil. De la época del primer (o segundo, no estoy seguro) plan de desarrollo. Con los famosos “López” (se decía en esos tiempos una especie de chascarrillo «López Bravo, López Rodó, Lo-pez que está Juan Carlos y Lopezao que se está poniendo Franco con eso de no morirse»).
En casa, que uno se acuerde, jamás se hablaba de lo que veinte años antes había sucedido en esta España cañí.
A papá ni se le mentara el tema; él era militar de carrera al que por una de esas, le tocó el llamado bando nacional. Algo debió haber vivido para que ni el más exiguo vínculo con el asunto pudiera ser ni siquiera susurrado en su presencia (Angelines, mi hermana, me dijo que debió haber sido algo relacionado con una matanza de niños, allá , por la batalla del Ebro).
Mamá (cuánto te añoro) sí nos hablaba de vez en cuando del miedo perenne que siempre tenía a las tormentas. Por aquellos entonces, ella debía ser de la edad de Angelita, la menor de la familia que describe Cebrian.
Y durante las frías estaciones de mi pueblo, de haber tormenta, siempre nos llevaba a mi hermana y a mi hasta el rincón más alejado y protector de la casa.
Era realmente pánico lo que tenía mamá (cuánto te extraño) a los relámpagos y los truenos. Nos contaba que, cuando oía la sirena , todo era tembleque y búsqueda inconsciente de un refugio. El relámpago era la luz de las bombas estrellándose en los suelos y los truenos el propio impacto de las mismas.
Era tal el miedo que mamá (¡cómo te quiero!) tenía a las tormentas que, de haberlas y estar sus hijos en el instituto de enseñanza media (en los míos se llamaba así), ni corta ni perezosa , desde un teléfono negro y con marcado circular de cuatro números, llamaba al director (o directora, de ser monjas) para que sus pequeños no salieran del edificio bajo ningún concepto y por orden de la autoridad competente – que era ella como es de suponer-.
Como lo estoy escribiendo.
Claro que mamá era y siguió siendo así; baste decir – y aseguro que es la pura verdad – que si no la llamaba cuando llegaba al destino que tuviera inmediatamente de aterrizar, después de tragarse un valium cinco, no tenía otra que llamar a un hospital a cinco mil seiscientos kilómetros y con un hablar totalmente extraño para ella, preguntando en puro castellano acordobesado (era de Córdoba la sultana) a quien tuviera a bien tomar el teléfono, que le hiciera el favor de decirle “si había llegado ya su Paquito”.
Que no era otro que su seguro servidor, amén de jefe de departamento del hospital en cuestión. Risas más o menos ocultadas duraron su tiempo, vaya que sí. Y yo me hacía el longuis, que era mucho más cómodo que el enfado.
Debió ser mucho más que el “Horror” que tan bien pronuncia el doblador de Marlon Brando en “Apocalipsis Now”. Al menos igual.
De ahí que les haya comentado cómo la lectura me ha dejado un sabor agridulce de mi más fresca infancia.
Papá ( te quiero) , gallego de nacimiento (Cedeira, A Coruña), raigambre y superstición, sin decir ni mu de la materia; rehuyéndola en toda su extensión (la visión de una carnicería de niños por un teniente recién salido de la academia militar debe ser abominable).
Mamá (te amo) con sus vagos recuerdos de estampidos y gente corriendo por las calles bajo el sonoro cantar de unas sirenas anunciadoras del desastre, otro tanto que les cuento.
Y yo.
Y mis recuerdos, que ni siquiera recuerdo ni me importaban y que esta lectura me ha vuelto a acercar.
Y, ahora, con mis ideas, mis principios y…mis valores que es lo que más me importa.
Doy gracias a quien corresponda de no haber tenido que vivir el horror de una guerra y sus consecuencias posteriores. Daré gracias si mis descendientes disfrutaran de los mismos privilegios.
Me da igual la ideología que cada cual tenga. Me da igual la doctrina a la que se acoja.¿ Las respeto y respetaré! Las comparta o no.
Pero, matar a un hombre para destruir una doctrina, no es destruir una doctrina: es matar a un hombre.
Mis saludos señor Cebrian. Hasta el próximo libro.
Aunque les comento a todos que Bucéfalo lo llevé mucho mejor que la luz de octubre. Sin desmerecimiento alguno por éste, quede bien claro.
Aquí sigo yo, bajo un tórrido sol de agosto, esclafado en mi sofá favorito y sin atreverme a salir de casa por aquello del bofetón climático y sus consecuencias.
De no haber más hombres muertos con el fin de destruir cualquier doctrina, habrán merecido la pena estas letras.
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina. Full Professorship of Clinical and Experimental Cardiology at East Boston Hospital, Boston. Massachusetts. (On voluntary leave, currently)
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