Las últimas declaraciones de Zapatero, que cuestionan la influencia de los obispos en temas públicos, persiguen el fin de reafirmar la separación entre Iglesia y Estado y limitar la injerencia de la jerarquía eclesiástica en el debate político y legislativo. Pero además de esa pretensión de modelo laico de convivencia y neutralidad institucional frente a las creencias existe una intención de poner en evidencia la parcialidad política de la jerarquía eclesiástica y cuestionar su autoridad moral en democracia. Estas estrategias pueden estar contribuyendo a que se polarice el debate, enfrentando a quienes defienden la memoria democrática y la modernización laica frente a quienes apoyan el papel tradicional de la Iglesia en la vida pública .
Según la publicación: “Verdad, valores, poder” de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) la democracia y la convivencia social no pueden basarse únicamente en el consenso de la mayoría ni en el relativismo moral dominante, sino que requieren fundamentos sólidos en la verdad y el bien objetivos.
Para Ratzinger, la libertad y los derechos humanos solo se sostienen si hay una referencia a valores absolutos, no negociables, que trascienden las opiniones cambiantes y el simple acuerdo social. Sin esa referencia, advierte, la democracia corre el riesgo de convertirse en una formalidad vacía, incapaz de defender la justicia y la dignidad humana.
La legitimidad de la voz religiosa en el debate público
Ratzinger rechaza la idea de que la fe deba recluirse en el ámbito privado o que los creyentes —y, en particular, los obispos— deban abstenerse de intervenir en los debates sociales, políticos y morales. Sostiene que la verdad, por su propia naturaleza, exige ser comunicada y defendida; el cristiano, y especialmente el obispo, no puede callar sin traicionar su misión, pues posee una noticia que debe compartir con el mundo. Esta intervención pública no es una imposición, sino un acto de servicio al bien común, compatible con la tolerancia y el respeto a la pluralidad: la verdad cristiana incluye el amor al otro y rechaza la violencia.
Los Obispos son agentes legítimos en la vida pública
Aunque los obispos no ocupan cargos públicos ni derivan su autoridad de la voluntad popular, su legitimidad para opinar y participar en el debate público proviene de su misión religiosa y su compromiso con la verdad y el bien común. Ratzinger insiste en que la democracia necesita voces que recuerden los valores fundamentales. La aportación de obispos, por tanto, no es un privilegio indebido, sino una contribución necesaria para que la sociedad no pierda sus raíces éticas y antropológicas.
La publicación de Ratzinger, expuesta en Verdad, valores, poder, defiende que los obispos, en cuanto testigos de la verdad y el bien, tienen pleno derecho —y deber— de participar en los debates sociales, políticos y morales, aunque su legitimidad emane de su vocación religiosa y no de un mandato político. Su voz es necesaria para que la democracia no se vacíe de contenido y para que la libertad no se desligue de la verdad.
Por tanto, reafirmar la idea de que cualquier acción orientada a desacreditar a un interlocutor, especialmente cuando contribuye a incrementar la polarización del debate público, resulta profundamente perjudicial en contextos de crisis institucional vinculada a presuntos casos de corrupción en el gobierno. La evidencia comparada en ciencia política y sociología muestra que la polarización excesiva tiende a erosionar la confianza en las instituciones democráticas y dificulta la generación de consensos amplios (McCoy, Rahman & Somer, 2018; Levitsky & Ziblatt, 2018). En situaciones donde la legitimidad de los actores políticos está en entredicho por posibles irregularidades, la descalificación personal y el enfrentamiento retórico no solo agravan la desconfianza ciudadana, sino que también obstaculizan la posibilidad de alcanzar soluciones constructivas y consensuadas que beneficien al conjunto de la sociedad.
La experiencia reciente en España —y en otros países con altos niveles de polarización— demuestra que la crispación política suele traducirse en parálisis institucional y en una menor capacidad para abordar los problemas reales de la ciudadanía, como la corrupción, la desigualdad o la falta de transparencia. Por ello, es imprescindible promover un debate público basado en el respeto, la deliberación y la búsqueda de puntos de encuentro, especialmente en momentos de crisis, para restaurar la confianza social y fortalecer la democracia.
Concluir que la opinión de los representantes de la Iglesia puede ser valiosa para la democracia es respaldado por su papel histórico en la defensa de los derechos humanos, la promoción del diálogo y la reconciliación en momentos de crisis política. La Iglesia, al pronunciarse sobre cuestiones éticas y sociales, contribuye al debate público y fortalece los valores democráticos, siempre que lo haga desde el respeto y la búsqueda del bien común.
En contraste, el uso de la demagogia como herramienta política fomenta la polarización, debilita la confianza en las instituciones y erosiona el diálogo democrático. La demagogia divide a la sociedad en bandos enfrentados, promueve la desinformación y dificulta la gobernabilidad, lo que resulta dañino para la democracia y la cohesión social.
Contribuir a la democracia o erosionarla: Ahí está la cuestión. Ustedes valoren.
Opinión de Yolanda Martínez Urbina