El Septenario de Nuestra Señora de Tejeda en el Marquesado de Moya es una de esas tradiciones que desborda el tiempo y que demuestra cómo el patrimonio material e inmaterial de los pueblos se entrelaza para darle sentido a la historia. Nacido en el siglo XVII y mantenido vivo generación tras generación, este encuentro religioso además de una devoción Mariana sin límites es un verdadero espejo de identidad colectiva en un recorrido de 18 kms de peregrinación que une Garaballa con Moya cada 7 años.
Durante unos días, las ruinas y calles de la antigua villa de Moya, testigo mudo de un pasado esplendoroso y hoy casi despoblada aunque cuenta con una hospedería extraordinaria, se transforman en un escenario insólito: miles de personas regresan, algunos desde las aldeas del propio Marquesado, otros desde la Comunidad de Valencia y de Madrid, para reencontrarse no solo con la Virgen, sino consigo mismos, con la Fe y con la memoria de un territorio que se resiste al olvido. Esa densidad humana que vuelve como un torrente convierte la soledad en multitud, el silencio en canto y la piedra en emoción.
En el Septenario se funden lo visible y lo invisible. Los muros, las murallas y el templo actúan como marco material, mientras que los rezos, los cantos, las lágrimas y los abrazos transmiten la parte intangible de una fe arraigada. Es en esa unión donde radica su fuerza: el espacio no tiene vida sin la tradición, y la tradición no existiría sin la permanencia del lugar. ¡Que importante cuando las políticas públicas apuestan por el desarrollo del Patrimonio de joyas por excelencia como esta!
Quienes lo viven saben que este acontecimiento trasciende lo descriptible. La fuerza con la que los pueblos de la comarca se vuelcan, la presencia vibrante de las familias, el papel silencioso pero imprescindible de las mujeres que sostienen y transmiten las costumbres del traje tradicional impregnado de artesanía, los mayores que no se rinden y quieren ocupar las primeras posiciones, los jóvenes quintos danzantes, los sacerdotes y los Peregrinos que acompañan, hacen del Septenario una herencia colectiva inexplicable en abstracto: hay que estar allí, dejarse arrastrar por el fervor y sentirlo en la piel.
Formar parte de este momento histórico en las Tierras de Moya recarga de energía positiva. Ver cómo un territorio marcado por la despoblación se llenaba de vida gracias a la fe, la memoria y la tradición es una lección de esperanza. Es la prueba de que las raíces profundas pueden seguir dando fruto y que, en torno a ellas, aún se pueden construir espacios de emoción compartida.
Por Yolanda Martínez Urbina