Todo aquel que conoce la sensación, lo sabe; y le resulta muy difícil explicarlo cuando alguien se lo pregunta.
Como el Tiempo y San Agustín: “…si no me lo preguntan, lo sé; pero cuando me lo preguntan y quiero explicarlo, no lo sé…”.

Yo si que lo sé. E intentaré explicarlo aún si no me lo preguntan.
Dicen que eso lo sabe aquél a quien le toca tocarlo; que es una especie de enfermedad cuya única cura es un baño crónica de la realidad cotidiana.
Que siempre el bosque queda invisibilizado por los árboles, pero que, es tan bonito que, parece mentira. Que siempre que ocurre es otra primera vez y que suele dejar alguna que otra herida.
Que la cabeza se embota y el corazón se blandea, y que no suele ser contagioso.
Que es semejante a una traca que te revienta el pecho, mientras hablas con Dios y atrapas totalmente el infinito.
Eso, más o menos, es lo que dicen que es estar enamorado.
Eso, mas o menos, es lo que me está pasando a mi de un tiempo a esta parte, no más de tres o cuatro meses, que yo recuerde (y que espero no romper aniversarios, ni que me deje más prendas que tan bellísima sensación).
Es mi deseo que, parafraseando al Oscar Wilde, no deje de ser ese capricho que siempre dura un poco más que todo un amor eterno.
La vi por primera vez una mañana de tórrido verano.
La esperaba, de veras.
Sonó ese timbre tan irritante, que siempre propongo cambiar de tono y nunca me acuerdo de hacerlo, y allí estaba ella: Vestida toda de castaño pardo, abrochada con recatados cordones a juego.
No hubo ni una sola palabra.
La tomé en mi regazo; la eché encima de esa mesa camilla que tanto me acaricia con su calor en los días de crudo invierno y, a la vez, tanta haraganería me confiere.
La oteé con esa mirada lánguida, vehementemente apasionada que tanto deseo de ella tenia – y tengo -. En silencio.
Poco a poco, disfrutando todo instante, fui arrancando sus cordoncillos ambarinos, a veces, en puro arrebato, a ansiosas mordeduras de puro desnudo hasta dejarla tan sólo con su vestimenta.
Pliegue a pliegue, en desesperada lentitud, se fue abriendo a mi.
Sin barreras de interna intimidad a quitar en pasional dentellada.
Quedó, pues, abierta. La piel brillante hasta la fascinación. Callada…
Abandonada a mi complacencia, a mi pleno deseo.
¡Por fin! Los árboles empezaron a impedirme ver el bosque. Otra nueva primera vez . Juntos gozando una vez atrapado el infinito.
Sus formas redondas. Su color negro azabache centelleante…
Entera se ofreció a mis más sórdidas necesidades.
La puse suavemente en ese suelo de ladrillo estampado y…apreté un botón azul.
Con un ruido cauto, circunspecto, comenzó a danzar.
Todos los puntos cardinales del salón fueron acariciados por ella.
Daba gusto verla. Canela en rama recorriendo cada rincón del salón.
Salvando todo obstáculo que se pusiera en su camino danzarín.
Acabado el salón – para mi solo, algo grande -, no paró de danzar y danzar con esa melodiosa algarabía haciendo ambrosías sus acordes a mis sutiles oídos.
¡Sentí el amor! Si no por primera vez – que ya ni me acuerdo – si por una nueva primera vez.
Y sigo amándola. Dos veces al día al principio, para derramar tanto bello sentimiento hacia ella.
Quizá ahora, – por olvido que no por desamor- , una sola vez , pero diariamente.
Mi Conga dos mil y pico – no me acuerdo – no dejará jamás de mantener la llama de mi ilusión, de mi profunda admiración.
¡Oh dioses, cómo la amo!
P.S.- Y , oiga, me deja los suelos de toda la casa como una patena recién abrillantada. Puede programarse a las horas deseadas y aliviantes. ¡Una pasada real!
Tengo entendido que a mi admiradísimo Sheldon Cooper, uno de los protagonistas de “The Big Bang Theory”, le ocurre igual que a mi con la suya; tanto así que, su novia Amy Farrah Fowler, le da patadas cuando Sheldon no la ve. De puros celos.
Con eso, todo queda dicho, todo queda escrito.
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina